lunes, 4 de octubre de 2010

Cuando a Jesús le robaron su día

Capítulo II



El incendio y las vísperas

En medio del hastío general, de la contemplación extrañada de un pueblo ajeno, al que todos los sucesos le resultaban enigmáticos, el gobierno iba a realizar solemnes ceremonias de desagravio a la bandera. A pesar de lo mezquino, era al fin, un recurso pacifico y civil de la lucha política. El sector militantemente católico de la población estaba exasperado y los cerebros de la conspiración debían utilizar ese clima psicológico para intentar el golpe. Los grupos nacionalistas resultaban un factor decisivo, porque a la frialdad de la conspiración le traían su pasión, su guapeza, su mística.

Para ese día había sido programado un golpe subversivo, con participación naval, de la infantería de marina y de algunas unidades del ejército. El objetivo era matar a Perón y todos sus ministros, durante la habitual reunión de gabinete de los miércoles. Objetivo por el cual estaban rezando a Dios en la procesión del Corpus.

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La encrucijada

Una de las características primordiales de la mecánica histórica consiste en la respuesta a los estímulos. El 16 de junio era un hecho altamente incitante y debía, por lo menos, abrir un amplio cauce a la meditación. El país se hallaba en una encrucijada, y nuestros hombres públicos sometidos a la presión de circunstancias excitantes y trascendentales. Los 90 días que mediaron entre el bombardeo aéreo y la insurrección del 16 de septiembre fue el plazo que dio el destino para que se descubriera en la encrucijada estratégica, cual era el camino de la salvación y la grandeza. Cualquier error llevaría al desastre, hundiría al país en un pantano del cual seria difícil salir. Gobierno y oposición se hallaban sometidos a una prueba histórica. Lo sucedido debía conmover profundamente a quienes tenían responsabilidades públicas y provocar un sinceramiento, una superación del sentimiento personal en bien de la comunidad en peligro.

Nos parece que una repentina masacre aérea por obra de la propia aviación, es un hecho lo suficientemente grave, intenso, como para tocar la sensibilidad de cualquier clase dirigente, por mas envilecida que este. El bombardeo había sido una irrupción de la volcánica realidad subyacente, ya mismo tiempo una advertencia, un llamado a la reflexión.

Si el país estaba envenenado por confusión y la exasperación de los sentimientos, el antídoto correspondiente era un serio esfuerzo de sinceramiento y serenidad. El bombardeo convertía en real y próxima a la posibilidad de la guerra civil. Ante estas todas las fuerzas políticas actuantes debían efectuar un examen de conciencia.

Las llamaradas del fuego que al atardecer del 16 de junio quemaron hombres e iglesias, debieron haber llevado al corazón de los dirigentes un soplo ennoblecedor de heroísmo, de grandeza. Debió haber avivado el espíritu publico, la vocación de servicio, aunque mas no fuera que por imperio del instinto de conservación. El fuego hacia un contundente llamado a la reflexión.

El hecho trágico, abrumadoramente trágico del 16 de junio, señalaba lo peligroso que es exasperar los sentimientos en forma indefinida y mostraba que por debajo de la certeza donde se desarrollaba la lucha política, con su guerra de lenguaje y su picardía para usa a Cristo y a la bandera, había una realidad volcánica, capaz de irrumpir en cualquier momento, y provocar actos monstruosos como el bombardeo aéreo.

Esa realidad subterránea consistía en la vieja lucha del imperialismo y sus nativos asociados, contra toda política nacional, y en este caso contra la soberanía popular. En esa realidad estaba el odio de la oligarquía al pueblo y el deseo de modificar los términos de distribución de la riqueza, suprimiendo la justicia social. Esa realidad es difícil de percibir, y esta encubierta por la lucha aparente contra la dictadura. El poder personal de Perón no era objetivamente muy superior al que en su tiempo tuviera el general Roca o Hipólito Yrigoyen, únicamente había diferencia de estilo, que hacia la autoridad de Perón mas ostensible.



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El episodio del 16 de junio había elevado al ejército como factor político, y había disminuido el de los sindicatos y la multitud. La rebelión había sido sofocada pura y exclusivamente por el ejército, y el ejército aparecería como único sostén del gobierno. La imagen coercitiva del 17 de octubre, la imagen del pueblo congregado, comenzaba a desteñirse y a perder gravitación psicológica. Los obreros habían sido llamados a Plaza Mayo, y el resultado había sido la masacre, la situación tragicómica e irritante de ir con palos a pelear con aviones. La clase obrera fue eliminada de la escena y no se le permitiría volver. El bombardeo tuvo un enorme efecto desmoralizante sobre los obreros, tal como habrán previsto sus autores. Se disipo la sensación de omnipotencia surgida el 17 de octubre y afloro la sensación de que los nuevos protagonistas de la historia eran las fuerzas armadas. El pueblo peronista fue arrinconado al papel de espectador. La importancia de este hecho es enorme. El bombardeo aéreo pone fin a la existencia psicológica del 17 de octubre, de poder de la masa congregada. Esto privaría a Perón de la única arma que el conocía y manejaba, del arma que usaba como una varita mágica. Llegaba para el país una hora de definiciones.

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