lunes, 4 de octubre de 2010

Cuando a Jesús le robaron su día

Capitulo I

(Un escrito inédito de Salvador Ferla)

El calendario litúrgico marcaba ese año, para el jueves 9 de junio, la festividad de Corpus Christi. El comando eclesiástico, alterando una tradición de siglos, resolvió transferir la celebración al sábado 11.
Se pensaba darle al acto grandes proporciones para convertirlo en una categórica manifestación de repudio al gobierno. El papel de pivote en la lucha contra Perón, que durante 10 años había cumplido, sin resultado, el Partido Radical, pasaba a desempeñarlo ahora la Iglesia Católica.

Con esa manifestación, radicales, conservadores, socialistas y comunistas, pensaban conmover los cimientos del régimen dándole popularidad a la conspiración. Se reconstruía así la Unión Democrática de 1945, con el aporte de la Iglesia, que ponía la estructura y una mística renovada e intensa.
Socialistas y comunistas estaban ufanos de contar con Cristo, porque Cristo siempre viene bien. En apoyo del Estado, cuando hay que reprimir rebeldías obreras; de la oposición cuando hay que voltear gobiernos populares. El uso practico de Jesús esta tan difundido como el uso teológico.

Y así, los altos prelados y los comunistas, que por lo general son los que menos creen en él, gozan cuando pueden mezclarlo en sus intrigas y mezclarlos en su favor. Jesús suplía en 1955, al Mister Braden en el papel de aliado todopoderoso. Un verdadero hallazgo. Detrás de Braden, el imperio yanqui; detrás de Jesús el reino de los cielos.

Un año después, al celebrarse un nuevo “Corpus”, Cristo se quedaría en la aburrida compañía de las cuatro beatas de siempre. Lo habían usado. La Iglesia aumentaría su poder político (seria considerada “factor de poder” y temida) pero no su poder religioso, ni siquiera el numero de creyentes.
El acto fue prohibido por el ministerio del interior aduciendo que no se hacia en la fecha correspondiente y que tenia intenciones políticas, a lo que replicaros sus organizadores, con inocencia, que era simplemente una manifestación de fe religiosa y que con autorización o sin ella lo harían de todos modos.

Ya sea porque se creyese en la firmeza de esa decisión, porque hubiese indicios anticipados de que la manifestación tendría envergadura, o porque no se quería agravar el conflicto con una represión policial violenta, el gobierno dio orden de custodiar la manifestación sin interferirla. Fue una de las poquísimas veces en la historia de estos últimos años en que alguien pudo hacer una manifestación sin temor a ser apaleado.

Ni el jueves 9 ni el sábado 11 hubo liturgia. Dios tuvo que sacrificarse también a las necesidades de la política, y en su nombre se concreto una importante manifestación de repudio a Perón. Oligarcas, comunistas, masones, y ateos, engrosaron la columna, donde no se hablaba de la salvación de las almas, sino de la perdición del alma de Perón y sus ministros.

Los manifestantes se desplazaron durante varias horas de Plazo Mayo a Plaza Congreso, sin ser molestados, ni por la policía -que tenia ordenes de no hacerlo- ni por los peronistas, que no tenían esa orden pero no comprendían el conflicto. El antiperonismo diría con esperanzada alegría “ganamos la calle”. “Le ganamos la calle a Perón”.

En verdad la manifestación era un éxito, el antiperonismo había crecido en numero y fervor, mostraba una significativa popularidad, y el país aparecía inequívocamente dividido en dos. No obstante, peronistas y antiperonistas estaban siendo jugados en falso, enfrentándose en torno a la religión para provocar una definición política que no tendría derivación religiosa sino económico-social.

* * *

El Fuego



Desde la más remota antigüedad el fuego ha inspirado un religioso temor a los hombres. Su poder de destrucción y la asombrosa vivacidad de su resplandor, ha sugestionado profundamente el alma humana. Una antigua filosofía lo consideraba uno de los elementos básicos del universo. Hoy la cultura moderna, la ciencia, disminuyo el concepto de su poder, pero igualmente sigue siendo importante y es siempre peligroso jugar con el.

Cuando un grupo de los manifestantes de la politizada procesión arranco la bandera argentina, que flameaba en el Congreso, para apagar la llama eterna de homenaje e Evita y en su lugar izó una bandera vaticana, no sospechaba las terribles consecuencias de su involuntario sacrilegio. Estaban jugando con fuego.

Estaban cometiendo la terrible herejía de ofender al mismo tiempo la sagrada majestad del fuego, y el símbolo colorido de la nacionalidad. El sacrilegio no se cometería impunemente. Días después el fuego quemaba hombres y envolvía iglesias; y la bandera como símbolo de la unión nacional, se quemaría realmente. La intención de los manifestantes, al querer apagar el fuego, era menoscabar la memoria de Eva Perón, y exaltar la enseña papal, el catolicismo ofendido.

Ya entrada la noche, los manifestantes se alejaban al grito de ¡muera el tirano! ¡Viva Cristo Rey!; y allí, sobre la escalinata del Congreso, quedaba la andera quemada. Nadie amenazaba al reino de Cristo, pero salían a defenderlo. Nadie había querido quemar la bandera, pero la quemaron… se quemaba.

Solo 4 o 5 manifestantes recordaban que habían asistido a una manifestación religiosa, la de “Corpus Christi”. Los demás se fueron a sus casas relamiéndose de gusto. . . “ahora si que lo volteamos”. Los peronistas brillaban por su ausencia en la escalinata del Congreso.

No se dio importancia a ese momento al detalle; realmente no la tenía. Los manifestantes tomaron la bandera porque fue lo primero que encontraron a su alcance, no para agraviarla. Pero un agente de investigaciones dio cuenta del hecho al ministerio del interior.

A Borlenghi -que era el ministro- le pareció interesante y se lo refirió a Perón, a quien le pareció más interesante aun. La situación del país se iba poniendo dramática, pero se seguía jugando a la política como si todo fuera normal, rutinario, intrascendente. A Perón todo le había resultado fácil. Su actuación pública había estado signada por el éxito. Había obtenido triunfos resonantes, había ascendido a la cumbre del poder y la popularidad, y todo lo había obtenido con pocas artes, con escasos recursos. Invocar al pueblo, señalar los tremendos defectos del adversario y actuar con picardía. La situación se había puesto peligrosa. Se discutía sobre petróleo y se había traído a la lista a la religión.

Y ni Perón ni los opositores políticos (instrumentos conscientes o inconscientes de los opositores económicos) registraban la gravedad de los factores que se ponían en juego. Como saldo de la manifestación de Corpus Christi se había quemado accidentalmente el símbolo e la unión nacional, acaso como presagio de la anarquía y la división que nos aguardaba. Habían entrado a escena elementos altamente peligrosos como el petróleo y la religión. Perón quiso que también entrara a jugar la bandera. Así se lo sugería su “picardía”, sin sospechar que el adversario que ya lo había enredado con el petróleo y la religión, le enredaría también con la bandera en una trampa de la que no podría zafarse. “No nos podemos perder esto”. “Esto lo vamos a explotar”. “¡Tráiganme la bandera!” Perón quería utilizar un hecho involuntario y accidental para acusar a sus enemigos de herejía patriótica. “Son tan antiargentinos que quemaron la enseña patria”. Un hecho daba asidero a la acusación: los mismos manifestantes que quemaron la bandera, la habían sustitutito por una bandera papal. Producto del fervor o no, del deseo de reivindicar a la iglesia frente al gobierno. No se juega con los símbolos. Religión, bandera y petróleo eran demasiado explosivos como para jugar con ellos. Y se jugaba. Sucedió entonces que la bandera quemada “involuntariamente” había desaparecido o se había convertido en cenizas. Y Borlenghi no sabía como decírselo a su jefe entusiasmado, sin desmerecerse y sin defraudarlo. Entonces mando a quemar otra por la policía. Perón tuvo “su chiche”.

Con el pensaba hacer una jugada maestra, descalificar al adversario en su moral patriótica, darle el golpe definitivo al conflicto. Con la bandera chamuscada en sus manos, Perón y Borlenghi prepararon una serie de actos de desagravio. El principal de ellos seria una misa a oficiarse en la Catedral el jueves 16 de junio, en la que efectivos militares de tierra, mar… y aire, desgravarían a la enseña patria. Pero quienes evidentemente dirigían el juego, habían programado para esa fecha otra cosa.

Ni la quema de la bandera del Congreso, ni en la que efectuó la policía para darle un sustituto, había intención de agravio a la bandera. Era difícil de creer que los manifestantes hubiesen querido menospreciar la enseña nacional.

Por eso el antiperonismo replico de inmediato negando la imputación y haciendo circular la versión de que la “bandera la había quemado Perón” para echarle la culpa a los católicos, como Nerón había quemado Roma para acusar a los cristianos. Esta versión fue la mas creída, por ser la mas “lógica”. Incluso porque era “versión” y el país había sido educado a dudar de las noticias oficiales.



El adversario devolvía la pelota. El ofensor de la bandera sería Perón, era un juego de picaros.

El exceso de picardía (¿criolla?) que inducía a utilizar cualquier recurso, hacia pues que ambos bandos se acusaran de haber agraviado a la bandera. Y el agravio, sin dudas existía, no en el acto material de quemar tela azul y blanca; sino en usar LA bandera, el símbolo de unión nacional, como mezquino recurso político.

¡Pero sí utilizaban a Cristo!

El país, mejor dicho su capa dirigente, parecía totalmente incapaz de un sinceramiento. Perón no media la gravedad de la situación, o si lo hacia no se adecuaba a ella. Sus adversarios honestos, no advertían tampoco la magnitud de lo que estaba en juego, no comprendían hasta que punto el destino nacional estaba involucrado en esas situaciones que querían resolver con “trampitas”.

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