sábado, 27 de agosto de 2011

Las posguerra como campo de batalla. Julio Cardozo



En junio de 1982, Argentina comenzó a transitar su postguerra –la primera en su historia contemporánea– consolidando rápidamente una mirada orientada hacia el silencio y el olvido.

Mientras la comunidad se entregaba a su propio proceso de tramitación de la experiencia de guerra –tarea que recayó principalmente sobre las nacientes organizaciones de ex combatientes y en la asociación que constituyeron las familias que habían perdido un ser querido durante el conflicto– el Estado, las fuerzas políticas responsables de gobierno, las instituciones educativas, los intelectuales y los medios de comunicación adoptaron, casi sin diferencias, un discurso distante para con los acontecimientos vividos y condenatorio hacia sus protagonistas.

Resulta sencillo proponer explicaciones acerca de las necesidades que justificaron esta institución de la desmalvinización en la sociedad argentina. Lo difícil es no rendirse ante la evidencia de que su resultado, como política de postguerra, ha sido altamente trágico, injusto y empobrecedor para con nosotros mismos.

Desmalvinización: el punto de vista “del loco”

La forma en la que Argentina salió del conflicto bélico fue sobre todo trágica, injusta y empobrecedora para los combatientes y sus familias. Pero poco a poco, en sucesivos círculos concéntricos, esta condición trágica, injusta y empobrecedora fue ampliándose hasta abarcar la totalidad del escenario político de la postguerra, que con sus más y sus menos optó por construir su gobernabilidad en la imposibilidad de pensarnos como comunidad histórica, más allá de la dictadura militar y del terrorismo de Estado.

Desde entonces, Argentina parece haberse movido en un presente puro apenas apoyado en una memoria de corto plazo. Esto alentó pragmatismos de toda índole y nos restó perspectiva para imaginarnos en el futuro, como proyecto colectivo

Tal vez el rasgo más expresivo de esa primera postguerra haya sido el hecho de que las crisis se vivieran, no como procesos derivados unos de otros, sino más bien como catástrofes que sorprendían con su irrupción inesperada y a las que sólo podían darse respuestas urgentes, oportunistas y casi siempre acopladas al horizonte impuesto por la entonces recién nacida globalización.

Ese cuño que marcó la política interna y externa de aquella primera democracia obtuvo su forma en la desmalvinización: el corte con el pasado, la preferencia por el minimalismo, una mirada fascinada por los detalles secundarios, proclive a la fragmentación y a la teatralidad, inclinada a actuar sobre la superficie y desdeñosa de profundizar en los estratos, partícipe de la más pueril postmodernidad de moda en esos días, que se declaraba impotente para aventurar generalizaciones o definir regularidades, y optaba por hacer y ver el mundo como un inestable conjunto de múltiples discontinuidades.

Resulta curioso que la época de la fragmentación del pensamiento coincidiera con la época de la más fenomenal concentración económica y militar a nivel planetario.

Prueba de esto es, entre otras cosas, la inequívoca lógica del saqueo colonial en Malvinas –cuya evidente continuidad ha vuelto a “sorprender” en estos últimos tiempos, con el envío de las plataformas de exploración petrolera al servicio de las empresas Desire Petroleum, Rockhopper Exploration, BHP Billiton, Falkland Oil and Gas, Argos Resources y Borders & Southern Petroleum– hecho que nos confronta de inmediato con la equívoca lógica propuesta por la desmalvinización, que no sólo se ha demostrado incapaz para comprender la guerra de 1982, sino que tampoco ha sido útil para predecir sus consecuencias a futuro.

Una de las claves de esta incapacidad radica en que –de todos los puntos de vista disponibles para comprender el conflicto bélico que Argentina sostuvo con el Reino Unido– la desmalvinización elaboró el suyo eligiendo como propio el punto de vista “del loco”: a la sombra de esa idea repetida hasta el cansancio de que el país “fue arrastrado por la locura de un general borracho a una guerra absurda con el solo fin de perpetuarse en el poder”, se ha producido, en Argentina, una de las operaciones discursivas más perniciosas de nuestra historia contemporánea.

La semiología propone la idea de que una época se define en la adopción de un léxico y una gramática. Dice Richard Rorty: “Los seres humanos hacen las verdades al hacer los lenguajes en los cuales se formulan las proposiciones” (1).

La adopción de “la locura” como razón principal de los acontecimientos vividos en 1982 ha implicado el envío de la totalidad del conflicto y de todos sus partícipes al territorio del absurdo, de la insensatez y el disparate. Es natural, entonces, que bajo la orientación de la mirada “del loco”, todas las proposiciones terminen envueltas en el sinsentido.

Desde este punto de vista, no serían relevantes los intereses concretos de los actores internacionales ni los escenarios y estrategias que desde hace décadas, siglos, se vienen desplegando sucesivamente alrededor del control del Atlántico Sur y sus recursos.

En el mundo del absurdo, las causas se disuelven, las razones no hacen pie, prevalece la nada.

Por esta razón, las posiciones desmalvinizadoras tiene enormes dificultades para incorporar a su discurso palabras como “héroe”, “sacrificio”, “patria”, “coraje”, “causa”, “América”, “imperio”, “coloniaje”, “saqueo”. Son palabras que resultan problemáticas porque la carga de sentido de la que son portadoras es inconcebible desde el punto de vista “del loco”. Al evitar el carácter anticolonial del conflicto, la desmalvinización opta por un discurso de perspectiva introvertida que pone el acento en otro vocabulario: “fuimos llevados”, “zapatillas”, “estaqueo”, “hambre”, “frío”, “vergüenza”, “miedo”. En realidad, se trata de léxicos no excluyentes que la desmalvinización ha querido poner como antagónicos para sostener un pseudosideologismo de apariencia progresista que se especializa en producir relatos maniqueos, lisos y monocausales. En ese discurso, la figura privilegiada es la del inocente inmolado por el dictador, una figura construida a posteriori, ajena al sentir de época y que, en el escenario de las islas, es incapaz de explicar la razón de los combates.

Esta mirada que instituyó el vacío en el corazón del conflicto por Malvinas es la responsable de la puesta en circulación de esa serie de penosas estampas que por mucho tiempo dominaron los medios de comunicación, buena parte del arco político y de las instituciones educativas: la imagen de los “chicos de la guerra”, una generación de “antihéroes” empujada al matadero o al suicidio, degradada, aislada y resentida como consecuencia “de aquella locura absurda”.

La desmalvinización es una operación discursiva que hizo desaparecer al combatiente y nos los devolvió transfigurado en víctima, en una sombra de sí mismo, alguien que no tendría otra cosa para decir más que el relato de sus padecimientos personales.

Este proceso de reducción a la insignificancia de los acontecimientos que se abren a partir del 2 de abril de 1982 comenzó con la eliminación de la dimensión histórica, social y política del conflicto y nos condujo luego, postguerra mediante, a la ingenua superstición de que ya no habría conflicto, o bien que nada se puede hacer con él.

Si hubiera una “doctrina de la desmalvinización”, su cumplimiento más ortodoxo podría describirse según los movimientos y pasos siguientes:

Primer movimiento:

Supresión de la escena pública de los protagonistas. Pérdida de la palabra. Promoción de los “intérpretes” y los “comentaristas”.
Construcción del concepto del “sin sentido” para todo lo acontecido.
Identificación de “guerra perdida” con “causa perdida”.

Segundo movimiento:

Remisión de todo y de todos al interior del dispositivo represivo de la dictadura.
Victimización. La guerra de Malvinas como “campo de exterminio” extendido al Atlántico Sur: tratamiento de los combatientes como víctimas del terrorismo de Estado.
Desplazamiento de la cuestión colonial a un lugar secundario. Promoción de los enfoques técnicos del problema.

No es la tarea aquí dilucidar los objetivos de una doctrina semejante. Nos basta comprobar su resultado. En este sentido, parece obvio que la definición de la guerra de Malvinas como “locura absurda” solo podría arrojar conclusiones absurdas. Es esto, precisamente, lo que encontramos a lo largo del camino de la desmalvinización: confusión y extravío.

Dos ejemplos ínfimos. Al cumplirse los veinticinco años de la guerra, la página oficial del Ministerio de Defensa eligió hacer su recordatorio el 14 de junio, no el 2 de abril. Obviamente, hubo protestas, cartas, respuestas, y rápidamente “el error” fue corregido. En 2008, el Ministerio de Educación de la Nación también tuvo que corregir otro “error”. Entre los materiales de apoyo docente que ofrecía desde su página oficial, presentaba un trabajo sobre la cuestión Malvinas en el que se definía la recuperación del 2 de abril de 1982 como “invasión argentina”. Denuncia mediante, el trabajo fue retirado.

No hace falta mucho análisis para darse cuenta que considerar como “invasión” el acto de recuperar las islas y elegir como fecha para conmemorarlo el día de la rendición militar argentina en Malvinas son decisiones que expresan con mucha propiedad el punto de vista británico, no el nuestro.

Cabe preguntarse cómo llegamos a esta “locura”. La desmalvinización, esa operación discursiva que instala ambigüedad donde no debería haberla, se inscribe, sin duda, en esa cultura del coloniaje que en los años cuarenta Scalabrini Ortiz describía con la siguiente fórmula: “Hablamos en castellano, hacemos en inglés” (2).

Se trata de un procedimiento que recuerda la broma de Marechal cuando se refería a “la” mujer como una “conjunción adversativa”, observando lo que sería una cierta “habilidad natural” para crear controversia y contrariedad con el uso sistemático del “pero”, “aunque” o “sin embargo”, diluyendo así toda tentativa de afirmar una certeza.

El procedimiento pierde la simpatía de la broma y se vuelve antipático cuando aparece para obstaculizar el juicio de la comunidad, problematizando hasta las cuestiones más elementales, sencillas y evidentes. Veamos un ejemplo. ¿Cómo deberíamos contestar las siguientes preguntas?:

1. Con quiénes se enfrentaron los soldados argentinos en Malvinas: ¿con la fuerza colonial británica o con la dictadura militar?

2. Qué es lo que estaba en juego para esos combatientes: ¿la soberanía de las islas o la continuidad de la dictadura militar?

3. Los caídos argentinos en la guerra de Malvinas ¿son héroes de esa lucha o son víctimas del gobierno militar?

El sentido común respondería sin titubeos. Basta seguir el hilo de estas preguntas y estar dispuesto a asumir con honestidad todo lo que de ellas se deriva para que el estatuto discursivo de la desmalvinización –justificado solamente en la mirada “del loco”– caiga por su propio peso.

Malvinas como faro de orientación

Hablar de historia contemporánea siempre es complejo, delicado. Sabemos que no está disponible toda la información, que los testimonios están cargados de subjetividad y que los intereses en juego siguen operando en todos los escenarios, los fácticos y los discursivos.

Se trata de un conflicto vigente. Y en esta materia, el historiador académico o el profesional de la educación, cuando se presenta la necesidad de elaborar contenidos para el sistema educativo, prefieren posponer la adopción de puntos de vista definitivos y se inclinan por los planteos abiertos. Es comprensible: “Necesitamos, primero, hacer lugar a todas las miradas”, “es un acontecimiento sobre el que no hemos alcanzado una síntesis adecuada”, “es un tema polémico”. Es lo que se oye.

Me gustaría, sin embargo, plantear un dilema. La contemporaneidad de los hechos, su proximidad, aparece como impedimento al dejarnos sin distancia suficiente para contar los hechos con suficiente verdad y justicia. Ahora bien: todos sabemos que un hecho sólo puede ser comprendido cuando somos capaces de describirlo, de contarlo. Describir y relatar, son formas del conocer. Resulta obvio, entonces, que si no conseguimos enunciar al menos una hipótesis descriptiva, un punto de partida firme, el problema escapará a nuestro entendimiento y, por lo tanto, no podremos resolverlo. Si el problema sigue irresuelto –y es un hecho que la ocupación colonial sigue– el problema continuará anclado en nuestra contemporaneidad, en el presente, cosa que nos devuelve al principio: como se trata de un hecho contemporáneo, resulta muy complejo decir algo de él, con verdad y con justicia. “Es necesario, primero, hacer lugar a todas las miradas”…

Se nos impone un problema técnico como si se tratara de un problema gnoseológico. La enunciación, obviamente, siempre carga con el peso de su propia arbitrariedad. Pero el hablante toma riesgo. De otro modo, estaría condenado a permanecer en silencio. Esto es así, siempre. A poco de analizarlo, el argumento que pone “la contemporaneidad” como problema, se revela en serie con el procedimiento de la “conjunción adversativa”, esa fábrica de ambigüedad que hace uso y abuso de la natural ambigüedad del lenguaje.

Proponer una especie de “pensar impresionista”, en donde el paisaje de la historia queda perpetuamente indefinido entre el día y la noche, donde la ambigüedad sobre si se trata de un amanecer o de un crepúsculo es impenetrable, sin duda forma parte de la operación discursiva que propone la desmalvinización.

Esta estrategia acepta perfectamente la descripción de “máquina” que propone Félix Guattari en Caósmosis: “una de las instancias centrales en la producción de subjetividad” que “acota lo visible y lo enunciable, y establece ciertas relaciones de poder” por medio de sus procedimientos discursivos (3).

Todos sabemos que reivindicar la posibilidad de un saber exhaustivo, perenne, esencial e irrefutable es imposible. Esta no es la cuestión. Acá no se trata de oponer a la desmalvinización una malvinería puritana y dueña de todas las certezas –discurso que existe también, y que es contracara de la desmalvinización, la misma cosa–. El asunto que nos ocupa es cómo se construye un punto de vista común, dónde situamos nuestro propio faro de orientación en este verdadero campo de batalla por el significado de las cosas en el que se ha convertido la postguerra.

Necesitamos romper “la máquina de la desmalvinización”. En pocas palabras: nos hace falta decidir, por un lado, cómo organizar el saber, y por el otro, cómo organizarnos para saber. Otra maquinaria conceptual.

Si vamos a contar la historia de este conflicto, lo primero que necesitamos es identificar al sujeto de esta historia y situar ahí la clave del relato. Sin duda, se trata de una historia que recae a cada momento sobre sujetos individuales, pero sería imposible que un solo sujeto individual cargue más allá de su propia vida con una Causa que tiene ya casi dos siglos de existencia.

Nada dura doscientos años si no está sostenido en la comunidad, ese flujo constante de vida que da continuidad a lo que somos, cada vez, a cada instante. El sujeto de la historia no podría ser entonces “el general borracho”. Pero tampoco el político, el profesor, el periodista, el funcionario, el dirigente o el militante. Ni siquiera el ex combatiente es ese sujeto histórico.

Es simple y al mismo tiempo misterioso: el sujeto de la Causa de Malvinas es el pueblo. Han marchado sobre sus hombros todos aquellos que, a cada momento, tomaron y toman parte en esa lucha.

De distintas maneras, hace ya casi dos siglos que Malvinas se viene reeditando en nuestra contemporaneidad. Se trata, realmente, de un fenómeno poco común. En la historia del país no son tantos los hechos, las personalidades o las formas culturales que han conseguido inscribirse en la memoria popular de un modo semejante.

Para acometer el relato de esta historia es indispensable, entonces, tomar al pueblo como faro de orientación y seguir el hilo de su comportamiento histórico, porque en su seno opera un saber que a lo largo del tiempo ha ido convirtiendo la expresión “Malvinas Argentinas” en un verdadero campo simbólico, que incluye la reivindicación de la soberanía de las islas pero que extiende su significación mucho más allá de ellas.

¿De dónde surge esa vitalidad simbólica? ¿Por qué esas islas siguen siendo evocadas en todos los presentes de nuestra comunidad?

La pregunta nos parece fundamental. Y por contraste, resulta también fundamental reparar en el hecho de que esta inscripción popular nunca ocupe el centro en las interpretaciones académicas, periodísticas o políticas más difundidas sobre la cuestión Malvinas.

Se sostiene a veces que esa relación histórica establecida entre el pueblo argentino y esas islas es una invención de la literatura política, una ficción que sólo ha servido de estribo para lo que es calificado como aventuras, errores o desmesuras nacionalistas. De ahí que se considere ese carácter popular como un problema, o como un peligro siempre emergente, algo que habría que remover para que el país pueda alcanzar una comprensión objetiva del problema y, eventualmente, su solución.

Nuestra opinión es que la lógica de estos argumentos es, sin más, la lógica del coloniaje.

En el corazón de esa danza gigantesca que los hombres y mujeres de una comunidad llevan adelante cuando se entregan a vivir su cultura y su tiempo; en su histórico devenir, los pueblos –sin una razón específica y por fuera de la lógica formal– hacen nacer las creaciones culturales que les sirven de orientación y dan sentido a su vida.

De esas creaciones surgen nuestros modos de ver y de contar el mundo, el centro de gravedad alrededor del cual se organiza el sentir y el decir de una comunidad. Es lo que extraordinariamente ha podido definir Jaime Dávalos en su Vidala del Nombrador. Así habla el sujeto popular, siempre dueño de sí mismo y de todo lo que él hace existir:

Vengo del ronco tambor de la luna

en la memoria del puro animal.

Soy una astilla de tierra que vuelve

hacia su antigua raíz mineral.


Soy el que canta detrás de la copla

el que en la espuma del río ha’i volver,

paisaje vivo mi canto es el agua

que por la selva sube a florecer.

Yo soy quien pinta las uvas

y las vuelve a despintar.

Al palo verde lo seco

y al seco lo hago brotar.

Empujados por esa voz se alzan en el territorio los faros de identidad de la “Nación del Vivir”, como la llamaba Rodolfo Kusch (4). Esos faros marcan el horizonte cultural del que surge el pensamiento de una comunidad, cúmulo de figuras cargadas de sentido y de afectos o, como decía Yupanqui, “de esas locuras divinas que hacen que el hombre de por aquí se aferre a su continente” (5).

La Causa de Malvinas es uno de los faros de esa Nación del Vivir, porque involucra de raíz y en todas sus partes su propia existencia como proyecto de autonomía colectiva.

A lo largo de la historia, esa Causa ha venido proporcionando motivos, significados y orientación para esta aventura siempre abierta de hacernos a nosotros mismos, una comunidad, un país, una patria. Por eso permanece encendida. Porque es vivida como una fuente proveedora de sentido, como uno de esos territorios simbólicos donde la comunidad se asegura el constante nacer y renacer de “un decir” y “un sentir” para ella misma, siempre disponible para alumbrar después como pensamiento, como acción y como proyecto.

Esta noción de “un sentir y un decir como proyecto” nos permite traer acá una cita de Macedonio Fernández que nos parece ejemplar: “Un Estado, cultura, ciencia o libro no hechos para servir a la Pasión no tienen explicación”, por más que lo respalde la ciencia, el buen gusto o el “intelectualismo extenuante” del pensar colonizado (6).

No hay abordaje serio de la cuestión Malvinas si no se pone a los pueblos de la región en el centro del escenario. Porque ellos mismos son la Gran Causa, su propia Pasión.

La máquina de la desmalvinización, en este sentido, funciona como una muralla discursiva al servicio del control de esa pasión popular.

El libro de cabecera de la Causa

Es preciso restituir al pueblo como sujeto en nuestros relatos sobre la Causa de Malvinas. Esto significa identificar sus pronunciamientos, su saber, su pensamiento. ¿Dónde está escrito lo que el pueblo piensa acerca de la Causa? Es necesario decir algo acerca de esto porque en nombre del pueblo se ha dicho, se dice y seguramente se seguirá diciendo cualquier cosa.

Solemos pensar en “el saber” como algo que se acumula bajo la forma de libros. Hannah Arendt afirma con razón que el hombre se manifiesta con la palabra y con la acción, y que “la acción, aunque no es un lenguaje, en ocasiones puede leerse como si lo fuera; al igual que la palabra puede sentirse a veces tan sólida y material como la acción” (7).

En esta región del mundo, los pueblos son particularmente expresivos a través de la acción. Hacen en forma aluvional, como ruptura, o por diseminación, muy lentamente. “Los pueblos siguen la táctica del agua. Aprisionada, se agita y pugna por desbordar; si no lo consigue, trabaja lentamente en los cimientos, buscando filtrarse. Si nada de esto logra, acaba en el tiempo por romper el dique, lanzándose en torrente. Son los aluviones. Lenta o tumultuosamente, el agua, igual que los pueblos, pasa siempre” (8).

En el plano de su cotidianeidad, los pueblos despliegan su escritura, como dice Kusch, a medida que van “domiciliándose en el mundo”. Lo hacen muy despacio, marcando el territorio con gramáticas de orden simbólico y de naturalezas muy diversas: sus cancioneros, sus prácticas muralistas en los barrios, en la inscripción de sus cuerpos de creencias, sus dichos, en la ritualidad de sus celebraciones o con la presencia de sus heterogéneos santorales, a los que la comunidad dedica altares y adoratorios. Todas éstas son escrituras del pueblo.

Dentro de esa verdadera biblioteca popular tiene un lugar preferencial la serie de marcas que integra lo que se podría bautizar como el “libro de cabecera” para la comprensión popular de la Causa de Malvinas. Veamos algún ejemplo de esas escrituras.

Tal vez el primer “texto” de lectura obligatoria para cualquiera que se proponga el abordaje de la cuestión Malvinas debiera ser el que la guerra y la postguerra ha escrito sobre los cuerpos de los ex combatientes y las familias de los Caídos.

En este terreno, nada se puede decir sin escuchar primero. Esos cuerpos llevan tatuado una parte importante de la historia. Esto es algo que no podemos dejar de leer: la voz y los gestos de los protagonistas, algo que fue y en buena medida sigue siendo denegado o velado por los intérpretes, aquellos que tomaron su lugar apenas concluyó la guerra y que hasta el día de hoy continúan ocupando las principales tribunas públicas. Aquí corresponde decir, como dice Jaime Ross en El hombre de la calle: “No me hables más de él, no hablen más por él”. El levantamiento de esta interdicción y la completa liberación de la voz de todos los protagonistas es una necesidad en ese “libro de cabecera” del que hablamos.

Otro capítulo de altísimo valor político es la formidable presencia de la Causa Malvinas en el paisaje urbano y suburbano de Argentina. Otra lectura obligatoria.

Llevan nombres relacionados con la Causa innumerables calles de todos los pueblos y ciudades del país, plazas, plazoletas, monumentos, monolitos, escuelas, salones sindicales, centros culturales, centros de salud, clubes, estadios, cines, auditorios, teatros, aeropuertos, municipios y multitud de complejos habitacionales. Una búsqueda superficial en internet arroja 266 millones de entradas para las palabras Malvinas Argentinas. Hay fábricas de chacinados, de pastas, talleres mecánicos, servicios de transporte, cooperativas de trabajo, de telefonía o de la construcción que llevan ese nombre en Bahía Blanca, Cipolletti, Balcarce, Buenos Aires, Mendoza, Córdoba, San Luis, Monte Grande, Puerto Iguazú… La calle principal de Iruya, pueblo salteño de no más de dos mil habitantes que está colgado de la montaña a cuatro mil metros de altura y cuya relación con el Atlántico Sur parece a primera vista más que imposible, se llama Malvinas Argentinas. Es una calle de apenas cincuenta metros, que arranca en la ladera del cerro, pasa frente a la iglesia y termina en un abismo al pie del cual corre el río Iruya.

Después de San Martín y de la gesta sanmartiniana, la Causa de Malvinas debe ser la memoria más nombrada del país. Evidentemente, en todos estos años, el pueblo ha ejercido de un modo vigoroso su poder de Nombrador, como afirma la vidala de Dávalos, construyendo sobre todo el territorio nacional una verdadera topología de la Causa.

Este es un texto de una significación extraordinaria. Todos conocemos el altísimo consenso social y político que exige la ley para decidir el cambio de nombre de una calle o de una escuela. Pensemos entonces que esto se ha repetido por miles y miles de casos en todas partes, a pesar y en contra de un contexto francamente desmalvinizador, lo cual multiplica el significado político que subyace a la voluntad del Nombrador, que decidió con esta topología dejar en claro que esa Causa está en un lugar central de su memoria.

Dijimos antes que los pueblos se manifiestan diseminando signos lentamente, como en los casos anteriores, o en forma aluvional, como ruptura. Veamos algún ejemplo de esta segunda modalidad.

El pueblo, cuando irrumpe, no argumenta; simplemente afirma. El aluvión no es narrativo. Viene a poner una especie de punto final a lo que se venía diciendo y hace lugar para que otra narración de comienzo. El pueblo aparece para establecer una verdad y en ese acto hace saltar la térmica de todos los gabinetes de ciencias políticas y sociales. La lógica vandálica de las intervenciones populares subordina siempre todos los contenidos a la potente dirección de sus pasiones. La desmesura es su regla, y así se manifestó, desmesuradamente, al conocer la noticia de la recuperación de las islas, el 2 de abril de 1982.

Durante la convocatoria que reincorporó a los cuarteles a la clase 62 que ya había sido dada de baja de su conscripción, por ejemplo, no se registró la deserción de ningún integrante en todo el país. Esto pone en tela de juicio el mecánico “nos llevaron” de la desmalvinización. Se presentaron todos los soldados conscriptos, sin excepciones, incluso antes de haber recibido el telegrama. Había en el aire un clima que solo a posteriori fue forzado a perder significación. Esta masiva predisposición es, sin duda, un texto fuerte.

Hay otros. En las cárceles de la dictadura, grupos de presos políticos decidieron ofrecerse para combatir junto a los soldados argentinos. Al no prosperar el ofrecimiento, organizaron bancos de sangre para asistir a los heridos de esa lucha. La presentación espontánea de voluntarios para combatir no solo se dio en el país, también ante las embajadas del Perú, de Panamá, de Cuba, de Venezuela. En Caracas, los venezolanos realizaron un apagón espontáneo en repudio del hundimiento del Crucero General Belgrano. La fuerza de esta presencia popular provocó la ruptura de la unidad de todos los centros de exiliados de América Latina y España, inaugurando un masivo movimiento de apoyo a la Causa argentina, sin que eso significara renunciar a la lucha contra la dictadura. Seguramente, el pronunciamiento más lúcido y transparente en este sentido haya sido el comunicado de la CGT de Saúl Ubaldini que, luego de haberse movilizado contra el gobierno el 30 de marzo de 1982 y de recibir una de las represiones callejeras más violentas de entonces, volvió a manifestarse el 3 de abril, esta vez exigiendo el respeto simultáneo a la soberanía nacional en Malvinas y a la soberanía popular en el continente. Esas expresiones abrieron un espacio impensado para la política, gracias a que el aluvión popular supo conquistar para sí todo el espacio público disponible. Se sentía profundamente que estaba sucediendo algo potente, que el futuro era una posibilidad abierta, a construir.

El conjunto de las acciones populares que se manifestaron en ese escenario configuran y pueden leerse como un texto de signo emancipador, no visible sólo para quien cree que estallidos de esta índole son nada más que producto de la manipulación informativa y de la demagogia. Pobre consideración del pueblo hay en esta mirada de iluminado.

La inteligencia y complejidad de los pronunciamientos populares de esos días están muy por arriba de la medianía de muchos ensayos de esclarecidos. En 1982, el pueblo argentino se manifestó rotundamente contra el gobierno militar. Está probado. Al mismo tiempo, nunca dejó de sostener a sus hijos en la altísima encrucijada del combate contra las fuerzas británicas, ni dejó de reivindicar la soberanía argentina sobre las islas. Pero además de esto, tampoco cayó en el delirio belicista. Constantemente apoyó y pidió una solución pacífica para el conflicto.

Visto en perspectiva, éste es un texto ejemplar acerca del sacrificio que implica elegir el camino que dicta la pasión popular, que en aquella alternativa no fue ni el más sencillo ni el menos doloroso ni el que tenía éxito garantizado. Fue, sencillamente, el más digno.

Un caso especialmente demostrativo de esa dignidad es el movimiento de solidaridad que se desplegó en el seno de la comunidad cuando quedó confirmado que los británicos enviarían su flota de guerra a las islas. Ese movimiento fue tan extenso, intenso y espontáneo que obligó al Estado Mayor Conjunto de la dictadura a anunciar, en su Comunicado número 41 del 1 de mayo, que “la elevada cantidad de medios, materiales, víveres y equipos que se han recibido en los distintos puntos del país, hacen dificultosa su estiba y distribución, y supera la capacidad de carga de los transportes disponibles. Por ello, se solicita a la población suspender por el momento el envío de donaciones”. El aluvión solidario pugnaba por llegar hasta las islas más allá de todo límite.

Al cumplirse los veinticinco años del conflicto, el secretario de Hacienda del gobierno militar, Manuel Solanet, declaró al diario Clarín que “la recaudación definitiva en donaciones fue de 54 millones de dólares, casi el doble de lo que demandó la movilización de tropas para la ocupación de las islas, que costó 29 millones de dólares” (9).

La energía social comprometida en ese movimiento solidario es algo que muy pocas narraciones consideran. Ha interesado más el destino que un puñado de “vivos” le dieron a lo donado, que el carácter de manifiesto malvinero que se expresó en el abrumador volumen de esas donaciones.

Esa solidaridad expresa uno de los hechos políticos más importantes de aquel momento. La irrupción de esa lógica popular fue la que le cambió el signo a esa pequeña maniobra de palacio imaginada por la dictadura, convirtiéndola en un verdadero acontecimiento, caja de resonancia regional para una aspiración histórica de todos los pueblos del continente.

Nos parece que estas acciones pueden leerse como un texto. Son parte de ese “libro de cabecera” que nuestros maestros y profesores podrían ofrecer a sus alumnos. Resulta imposible comprender una Causa que permanece encendida durante tanto tiempo sin el auxilio de esos pronunciamientos populares.

Decir y sentir del pueblo

Dentro del extenso tejido narrativo que el pueblo argentino ha venido hilando alrededor de la expresión “Malvinas Argentinas”, hay una hebra que fue hilvanada en la postguerra por las familias de nuestros Caídos.

En 1983, enfrentados a la pérdida irreparable, debieron decidir sobre cuestiones para las cuales jamás se habían preparado. La guerra les había quitado lo más querido. No podía ser peor. Y ahora, una vez concluido el enfrentamiento militar, los británicos les ofrecían “la repatriación de los restos” de los soldados argentinos que habían quedado en las islas.

Los familiares de los Caídos rechazaron la propuesta británica argumentando que “no se puede repatriar lo que ya está en su patria”.

Hay que tomarse un momento para advertir la dimensión de este sacrificio. Las familias eligieron tener lejos a sus hijos muertos en la guerra. Les pareció que ese sacrificio era lo único que podía aproximarse al sacrificio que habían hecho ellos, la manera más alta de ofrecerles respeto y reconocimiento. Era la tierra por la que habían dado sus vidas, merecían quedar ahí.

Hay una belleza trágica y heroica en ese sacrificio. Sólo es comprensible desde el punto de vista del pensamiento popular, que siempre dice y hace para construir sentido colectivo.

Nos parece evidente el valor pedagógico de este sacrificio. Él solo es un verdadero ensayo sobre el amor y la entrega.

Similar belleza trágica y heroica transmiten también las 230 cruces que nos han recibido en las puertas de esta Universidad durante los días de sesión de este Primer Congreso Latinoamericano. Son las cruces que durante veinte años estuvieron junto a las tumbas de nuestros compañeros Caídos en Malvinas, en el Cementerio Argentino de Darwin. Regresaron al continente cuando sus familias consiguieron construir allá un Monumento en su memoria, una obra que les llevó casi diez años y que, entre otras cosas, incluyó la sustitución de las viejas cruces que habían puesto los ingleses al término de la guerra, por otras más robustas trabajadas en madera de lapacho.

Tuve la suerte de estar en el galpón de materiales donde los familiares de los Caídos se reunieron para elegir el mármol con el que iría a construirse ese Monumento. Los vi pasearse entre las placas de piedra. Las tocaban, las miraban, no se escuchaba a nadie decir cosas como “este mármol me gusta”, “este color es mejor”. Lo único que los familiares preguntaban sobre esas placas de piedra era “¿cuánto duran?”. El hombre que los atendía iba diciendo: “En el clima de las islas éste puede tener una duración de doscientos años, aquel podría alcanzar los trescientos años, ése seguramente resistiría unos cuatrocientos, quinientos años…”.

Los familiares querían que eso que iban a construir en Malvinas fuera tan fuerte y duradero como para estar seguros de que todavía estuviera ahí el día que las islas fueran recuperadas, no importa cuánto tiempo demandara esa lucha.

Usaron el mismo criterio para elegir el material para las cruces nuevas. Se dice que la madera del lapacho, un árbol originario de América, es capaz de mantenerse firme más de doscientos años, aún si está debajo del agua.

Estas son acciones de una transparencia tal que es imposible no “leerlas” como si se tratara de un manifiesto. Ocupan, sin duda, un capítulo del “libro de cabecera” de esta Causa.

Todo lo que hace el pueblo es para asegurar la continuidad de su presencia, para sostenerse en el tiempo. La construcción de continuidades es clave en la historia de los pueblos.

Por esta razón, los materiales con los que se hizo ese Monumento y el Monumento mismo han podido convertirse en uno de los textos más vigorosos de esa batalla popular por afirmar un sentido para esta historia. Ese Monumento energiza y orienta la topología malvinera que el pueblo ha levantado en el continente. Los familiares de los Caídos han conseguido clavar, en pleno territorio ocupado, un mojón de altísimo valor simbólico, tal vez el más potente de la postguerra.

Finalmente, unas pocas palabras más para las viejas cruces que aquí nos acompañan, que bien podrían ser prólogo y epílogo en ese “libro de cabecera” cuya compilación aún nos debemos los argentinos.

Muchas de las personas que han venido a este Congreso se han referido a las Cruces de los Caídos como si estuvieran vivas. Esas cruces oscilan con el viento, se tocan suavemente entre sí, balancean sus rosarios y sus flores y con esos movimientos producen un sonido particular que muchos han querido sentir como un mensaje.

Es posible que esto sea así, que ese mensaje esté escrito en las Cruces mismas, que nuestros Caídos hablen a través de ellas. A mí me gusta pensar, sin embargo, que ese mensaje está dentro de quien se detiene a mirarlas. Que esas Cruces nos dan la oportunidad para que aflore en nosotros aquello que el pueblo argentino ha venido escribiendo en nuestros cuerpos a lo largo de siglos. Si uno se entrega a la contemplación de esas Curces libre de juicios y prejuicios, acaba encontrándose con su edad histórica, con su cuerpo social y con su propia estatura en el presente.

Ya sea que ese mensaje esté dentro de nosotros o en las Cruces, el resultado es el mismo. ¿Qué otra cosa puede decir esa “escritura en Cruz” que no sea una plegaria por nosotros mismos, por nuestro destino común y por la hermandad y emancipación de los pueblos americanos? No hay ambigüedad en esto: una plegaria popular siempre es orientación para un proyecto