viernes, 20 de abril de 2012
FIN DE CICLO
Este 16 de Abril, quedará, sin lugar a dudas, como el día de la dignidad nacional por la recuperación de nuestra riqueza y soberanía hidrocarburifera. Las medidas tomadas por nuestra presidenta cerrarán una de las páginas mas oscuras de nuestra historia reciente de entrega de la soberanía nacional.
Y.P.F. la primer empresa estatal de petróleo de America y una de las pioneras en llevar adelante la explotación de los recursos energéticos, con una estrategia de desarrollo autónomo y de autoabastecimiento, fue determinante en la etapa de crecimiento industrial argentino de mediados del siglo pasado, al tiempo que su expansión fue fundamental para la formación de pueblos y ciudades en los lugares mas recónditos de nuestra geografía. Esos sitios (Plaza Hiuncul, Cutralcó, General Mosconi, Ensenada, Comodoro Rivadavia, Lujan de Cuyo, etc) fueron los mismos que sufrieron mas que nadie cuando fue extranjerizada, con las consecuencias que todos conocemos. Hogares destrozados, trabajadores convertidos en cuentapropistas, que a la postre irían a integrar el ejercito de desocupados, que significó, no sólo esta, sino el resto de las privatizaciones. Lamentablemente, la lucha contra la entrega de Y.P.F. no tuvo muchos adherentes de la sociedad y poco a poco se fue cumpliendo lo que augurabamos con esta enajenación del patrimonio. Hoy tenemos una empresa que ha sido vaciada por la voracidad del capitalismo extractivista de REPSOL. Pasamos de ser un País petrolero con amplio margen de autoabastecimiento a tener que importar combustible, como bien lo señaló hoy Cristina en el mensaje a la Nación. Sólo en 2011 importamos por la friolera de 9.500 millones de dólares, casi lo que el país obtuvo de superávit de la balanza comercial (10.400 millones).
Argentina y su modelo Nacional, popular y democrático, de inclusión y avance industrial, no podía seguir permitiéndose que REPSOL continúe con su política de saqueo, porque ello significaba un grave problema para la profundización de este modelo virtuoso que de proseguir en estos índices de crecimiento, necesitará de modo imprescindible ejercer pleno dominio sobre el manejo de la energía desde un punto de vista estratégico nacional.
Por último quiero hacer un humilde homenaje a todos los compañeros, que en la más absoluta soledad, pelearon de manera desigual contra el despojo que significó la entrega de Y.P.F. A los primeros piqueteros de Plaza Huincul, a los compañeros de Salta, Mendoza y a todos los Ensenadenses que fueron solidarios con esta pelea. Hoy todos ellos podremos decir, nuestra lucha no fue en vano. ¡¡¡Viva Y.P.F. de los argentinos, Viva la soberanía nacional.!!!
Fabián Cabanellas – militante peronista, integrante de la Agrup.Peronista de Ensenada Juan José VALLE- Ex dirigente de SUPE Ensenada.
martes, 3 de abril de 2012
El último capítulo de este excelente texto ha sido publicado en el
número 11 de la revista “Política”, dedicado especialmente a Malvinas]
*
Malvinas en la cuestión nacional
/Por Enrique Lacolla/
/30 años después de la guerra austral, vale hacer un análisis de sus
elementos constituyentes y determinantes./
El año de la guerra de Malvinas se dio en un contexto global muy
peculiar. Estados Unidos hacía una década que había salido del pantano
de Vietnam y buscaba algún tipo de terapia para superar ese trauma.
Bajo la égida de Ronald Reagan, estaba lanzando un ambicioso programa
de reajuste económico (que pronto sería denominado neoliberalismo),
rearme militar y presión sobre su contrincante global, la Unión
Soviética. El medio oriente era, como de costumbre, un polvorín debido
a la ocupación israelí de Cisjordania y a la ambición de Tel Aviv,
nunca desmentida por los hechos, de crear un Gran Israel que
absorbiese esos territorios. La URSS estaba en decadencia: su economía
estaba estancada y para colmo había decidido aceptar el desafío
armamentista norteamericano y había expandido su arsenal nuclear,
aunque su inferioridad en los campos decisivos del combate moderno
convencional –la aptitud de generar software y tecnología de avanzada-
era conocida por amigos y enemigos. Al mismo tiempo estaba empantanada
en su batalla contra los /muhaidines/ en Afganistán, fabricándose su
propia guerra de Vietnam a menor escala. La tensión de este esfuerzo
no tardaría muchos años en precipitar la implosión soviética y de
abrir un nuevo capítulo en la historia contemporánea.
En Gran Bretaña una política conservadora, Margaret Thatcher, se había
propuesto como la mensajera de la buena nueva neoliberal, y había
iniciado un programa de privatizaciones y ajuste neoliberal (o
neoconservador) de la economía, programa profundamente impopular, pero
que la configuraba como el referente trasatlántico de la Escuela de
Chicago y la mejor aliada de los tecnócratas del Departamento del
Tesoro de Estados Unidos.
En América latina esta línea de acción económica se había desarrollado
antes. A contracorriente de la ola revolucionaria que había recorrido
el continente después de la revolución cubana, se engarzó un proceso
reaccionario que, en muchos lugares, alcanzó una violencia sin
paralelo. Los grupos de la izquierda radical y de la ultraizquierda se
dejaron llevar por el espejismo de la “teoría del foco” y pretendieron
instalar –a la escala de los Andes- la experiencia de la Sierra
Maestra. Vocingleros, populares entre el estudiantado, pero aislados
de las masas profundas e incapaces de comprender la complejidad
situaciones sociales muy diversas entre sí y por cierto disímiles
respecto a la de Cuba, fueron exterminados por fuerzas armadas
orientadas por Estados Unidos, que de ningún modo iba a repetir el
error cubano. En algunos casos esas fuerzas armadas eran poco más que
guardias pretorianas del dictador de turno, pero en otros
representaban un factor de poder dotado de peso social y de cierto
prestigio. Estas últimas, cuyos jefes eran cooptados por el
/establishment/ oligárquico y tenían la anuencia del Pentágono, podían
contar con elementos nacionalistas disidentes en seno, elementos que,
en el caso de una oleada popular arrolladora, como la que se gestaba a
principios de los años 70, podrían haber emergido por encima de unos
mandos que se erizaban de odio de clase ante las expresiones políticas
de corte populista. La acción militar de los grupos guerrilleros se
dirigió sin embargo contra esas fuerzas como a un todo, cosa que
terminó fundiéndolas en un bloque rezumante de rencor y espíritu de
venganza.
Esta dialéctica estuvo en la base de la “política de shock” que aplicó
el imperialismo contra nuestros países. En Argentina el proceso tuvo
características especialmente repugnantes: la represión se ejerció de
forma indiscriminada y recurriendo a prácticas aberrantes, mientras
que, en la estela de la conmoción psicológica y la indefensión que
generaban estos procederes, la economía comenzó a experimentar un
proceso de desintegración caracterizado por la liberación de las
importaciones, la especulación financiera, el achique del Estado y el
anunciado retorno a un modelo de país agrario, exportador de
/commodities/. Este proceso tendría su culminación una década más
tarde, instaurada ya la democracia formal, durante las gestiones de
Menem y De la Rúa.
Ahora bien, la utilidad de los verdugos tiende a diluirse cuando ya
han sacrificado a la víctima. Alboreando los ’80 parecía evidente que
la dictadura militar argentina había vivido y que era hora de
reemplazarla por gobiernos más respetables que continuasen las
políticas económicas inauguradas por esta, pero en un terreno allanado
y donde sería posible operar con expedientes menos repulsivos. Había
que encontrar un recurso para sacarla de en medio.
Esa expectativa imperial coincidía con el hartazgo de la ciudadanía
argentina ante el carácter pedestre e impopular de las iniciativas de
la Junta. Fue aquí donde los imponderables de la historia produjeron
una de esas conjunciones explosivas que de pronto arrojan todo por el
aire y abren perspectivas inimaginables hasta un momento antes. La
tensión en torno al archipiélago Malvinas y a las islas del Atlántico
Sur -reivindicados por nuestro país a partir del momento en que, en
1833, fuerzas inglesas arriaron el pabellón argentino que flotaba en
las islas y desalojaron a la población criolla asentada allí-, había
venido creciendo desde 1976, cuando por un lado se afirmó la tendencia
a la globalización y al control por las potencias dominantes de las
zonas de paso oceánico, y asimismo se hizo patente la posibilidad de
la existencia de grandes reservas petrolíferas bajo el mar alrededor
de las islas. La posibilidad de una escalada militar a propósito del
problema venía siendo estudiada desde entonces, y no sólo por
Argentina. En 1982 una serie de situaciones confusas en las Georgias
llevaron a aumento de la tensión y al anuncio del envío de un
submarino nuclear británico a la zona en disputa. La presencia de esa
nave vedaba el acceso a la Armada argentina a las Malvinas, dada su
potencia y velocidad. Era imperioso por lo tanto actuar antes de que
llegase o resignarse a perder la baza que significaba una ocupación de
las islas que suscitara la posibilidad de negociar la cuestión de la
soberanía desde una posición más o menos equilibrada.
El 2 de abril de 1982 las fuerzas argentinas desembarcaron en las islas.
/La astucia de la razón/
“La astucia de la razón” de la que habla Hegel encontró una
inmejorable ocasión para ejemplificarse en la guerra de Malvinas. La
dictadura militar, rabiosamente anticomunista, se vio llevada por las
circunstancias y por el peso de la tradición nacional que reivindicaba
a una porción irredenta de nuestro territorio, a enfrentarse con una
potencia de la OTAN que era a su vez la más próxima aliada de Estados
Unidos. Hubo un enorme error de cálculo –no sabemos si inducido en
forma deliberada por Estados Unidos o debido sólo a la infatuación de
los gobernantes militares que se creían socios más que subordinados de
la gran potencia imperial- que determinó a Galtieri a suponer que
Washington fungiría como moderador del diferendo con Gran Bretaña a
propósito de Malvinas. No comprendió que él mismo y sus colegas habían
cumplido su parte y eran un obstáculo para la normalización
institucional del país, que debía sacralizar con fuerza de ley la
devastación económica que ellos habían instrumentado en beneficio del
régimen imperial y del /establishment/ local.
Pronto iban a salir de su engaño y a encontrarse también con /la gran
sorpresa de que la reacción popular favorable a la reconquista de las
islas excedía lo esperado y que ella y la intratable hostilidad de los
británicos los empujaba en una dirección que jamás hubieran supuesto/.
Margaret Thatcher, por su lado, asió al vuelo la oportunidad para
fabricarse un perfil churchiliano y emerger así del pozo de
impopularidad al que sus despiadadas prácticas económicas la habían
arrojado. Hizo a un lado las posibilidades de arreglo y terminó dando
la orden de torpedear al Belgrano (fuera de la zona de exclusión
marítima que los mismos ingleses habían determinado), con lo cual no
solo envió al fondo del mar al crucero argentino con 323 de sus
tripulantes, sino también las gestiones diplomáticas del gobierno
peruano, que ofrecían una ocasión para escapar del impasse
diplomático.
La narración de las hostilidades escapa al espacio de este artículo.
Baste señalar que en ellas los efectivos argentinos –aéreos, navales y
militares- dieron lo mejor de sí, pagando un elevadísimo precio para
consagrar con su sangre el suelo que reivindicamos, y cobrándose,
asimismo, un precio muy alto en naves y soldados del enemigo. Pese a
la conducta incompetente, errática y renunciataria de los comandantes
de la Junta, la guerra o al menos la batalla por Malvinas estuvo a
punto de ser ganada. Numerosos comentarios provenientes de
especialistas en Inglaterra y Estados Unidos así lo afirman. Paul
Kennedy, el notable historiador estadounidense, llegó a decir que, sin
el paraguas de la OTAN y el apoyo norteamericano en logística y en
inteligencia, el resultado del conflicto podría haber sido muy
diferente(1). De hecho, más de la mitad de las unidades navales que
componían la /Task Force/ fueron hundidas o averiadas, y las
posiciones en tierra fueron duramente disputadas. Enfrentados al
horror de la guerra, los combatientes de Malvinas no fueron víctimas,
como suele afirmar el progresismo al uso, sino patriotas determinados
en el cumplimiento de su deber.
Más allá de esto, importa describir los procesos a que dio lugar la
guerra de Malvinas. La presión de los hechos desveló la realidad de
forma brutal. Los exponentes del gobierno, que habían colaborado en la
represión de los movimientos nacional-populares tachados de comunistas
en Centroamérica, y se querían asociados a Estados Unidos,
descubrieron de pronto que este los dejaba en la estacada y que sólo
los países latinoamericanos (con la excepción de Chile, dominada por
una dictadura militar similar a la nuestra y con contenciosos
pendientes con nuestro país) les estaban al lado. La visita del
canciller Nicanor Costa Méndez a Fidel Castro representó el súmmum de
esta hegeliana “ironía de la historia” que de pronto revelaba cuál era
el verdadero lugar que Argentina debía tener en el concierto mundial.
El súbito planteo de una reivindicación nacional y popular había
convertido a nuestro país en un paria para las naciones dominantes.
Pronto se hizo evidente que en el seno del gobierno había figuras que
se oponían al emprendimiento y que estaban dispuestas a sabotearlo.
Era obvio que personajes como el ministro de Economía Roberto Alemann
y los jefes militares de mayor rango, como Cristino Nicolaides,
abominaban la ruptura consumada con la alianza atlántica. El proceso
de desmalvinización comenzó durante el conflicto mismo y fue
propiciado incluso por las figuras más representativas del gobierno.
La marcha adversa de las operaciones y el operativo derrotista que
tuvo lugar con la visita del Papa Juan Pablo II dieron pie para un
golpe interno que acabó con el incómodo interludio significado por una
guerra que iba en contra de todo lo que el proceso militar había
representado. El primero y más doloroso acto de la desmalvinización
fue el escamoteo de los soldados que volvían de las islas al abrazo
del pueblo argentino, abrazo que los hubiera no sólo consolado sino
que también les habría suministrado la certidumbre de que su
sacrificio no había sido en vano. En vez de esto la Junta los escondió
y licenció en cuanto se pudo, cosa que contribuyó a agravar la
psicosis que suele arrastrar la experiencia en combate.
El progresismo al estilo de *Página 12* no ha podido ni querido lidiar
con la complejidad dialéctica del problema de Malvinas. Aunque la
nieguen, la desmalvinización fue –y es todavía- un factor que cuenta
mucho para ese núcleo intelectual, cada vez que intenta tomar entre
sus dedos el problema quemante de la guerra de 1982. El /leit motiv/
de filmes como *Los chicos de la guerra* o *Iluminados por el fuego*
fue la victimización de los combatientes, reducidos a meras marionetas
en manos de una oficialidad embrutecida. La misma ecuación ha
definido, a posteriori, la apreciación de Malvinas para gran parte del
arco político y periodístico que se dice de izquierda. Esto es grave.
La realidad es proteica, y el pensamiento abstracto que prescinde de
la complejidad de las cosas prefiriendo aferrarse a certidumbres
maniqueas -como el delirio insurreccional de los 70-, se ciega a la
realidad y, en consecuencia, no encuentra los expedientes para
abordarla con una mínima posibilidad de éxito. El papel de las fuerzas
armadas y de las tendencias ideológicas que aparentan ser
reaccionarias deben ser juzgadas, en las sociedades sometidas a un
/diktat/ colonial o semicolonial, a partir de su conexión con los
hechos. La actitud de las corrientes de pensamiento que reivindican la
liberación nacional y social debe evaluar ante todo la naturaleza del
enemigo principal y esforzarse en comprender la evolución que los
/hechos objetivos/ pueden suscitar en grupos en apariencia
inconciliables respecto de un proyecto popular.
Malvinas gravita pesadamente todavía sobre la conciencia de los
argentinos no sólo porque es un problema que afecta a nuestra
soberanía y a la soberanía latinoamericana, sino también porque no aun
no se termina de resolver el nudo inextricable que supone la
alienación de vastas capas de público, dificultadas de mirar la
realidad a través de un prisma que no sea el de la cultura artificial
que se le ha inyectado a través de la academia y la historia oficial.
La guerra de Malvinas es una herida abierta. Sólo cicatrizará cuando
se la asuma en sus contradicciones y cuando las islas vuelvan al seno
de la patria argentina e iberoamericana.
/Consecuencias de Malvinas/
El país salió del conflicto austral muy golpeado. Los responsables de
la conducción de las operaciones y el poder militar que había
señoreado la sociedad argentina a lo largo de 27 años, no pudieron
resistir la prueba. Fue lamentable sin embargo que, debido a turbia
conciencia de estos y a la naturaleza timorata o abiertamente
renunciataria de gran parte de la clase política, la nación no pudiera
elaborar el duelo de la derrota y convertir, con coraje, ese fracaso
en un nuevo punto de partida que asumiera lo que había de positivo en
esa trágica peripecia.
La guerra de Malvinas fue en contra de todo lo que la dictadura había
representado, defendido y actuado. Esta contradicción es el tipo de
paradoja ante la cual la /intelligentsia/ progresista de los países
dependientes suele quedarse sin habla. O, mejor dicho, frente a la que
se siente inducida a prorrumpir en aluviones verbales que no
manifiestan otra cosa que su desconcierto. En la medida que gran parte
de sus integrantes han sido educados en el seno de un mundo conformado
por el imperialismo y por las clases que le están conectadas, suelen
verse a sí mismos y a todo lo que los rodea a través de un espejo
deformante. Su capacidad de observación se detiene en la superficie de
las cosas; raramente en la compleja realidad que bulle debajo de
estas.
Son, en general, antimilitaristas, sin reparar que muchos de los
procesos contemporáneos de liberación nacional han sido acaudillados
por militares profesionales (Chávez, Nasser, Perón, Gadafi, Velasco
Alvarado, Arbenz, Villarroel y Cárdenas, para no hablar de José de San
Martín). Practican, como dijera Alfredo Terzaga, una “sociología de
sastrería”: todo lo que porta uniforme les resulta abominable.(2) En
el caso argentino esta animadversión venía justificada por las
horribles experiencias del Proceso, por el golpe del 55, dado por el
ala antinacional, de cuño mitrista, de las FF.AA.; por la represión
del 56, por la devastación económica y por la chatura intelectual que
había irradiado con demasiada frecuencia desde las cúpulas militares y
se había cebado en el ámbito universitario. Pero la historia no se
para en “minucias”; lamentablemente, el sufrimiento individual no
cuenta demasiado en procesos largos y complejos, cuyos actores creen
conducirlos, pero que a veces en buena medida son conducidos por
ellos. El caso Malvinas fue ejemplar de esta dialéctica atormentada y
confusa. Sintiéndose acosada por la ebullición popular y por la
creciente presión británica en el Atlántico sur, la dictadura huyó
hacia delante. No fue, como suele afirmarse, tan sólo una forma de
evadir responsabilidades con una empresa nacional que le otorgase un
período de sobrevida política, sino también la asunción de una causa
nacional a la que encararon basándose en cálculos errados (el supuesto
respaldo del gobierno norteamericano para llegar a una negociación
sobre las islas). Esto empujó a la Junta mucho más allá de lo había
previsto. Pero la razón de esta proyección hacia un compromiso que a
la postre podía ser liberador, provino del pueblo argentino. Su apoyo
masivo fue el factor determinante para fijar una política de
resistencia a la fuerza expedicionaria británica. Ese mismo pueblo que
la progresía juzga, muy suelta de cuerpo, como engañado y predispuesto
a comulgar con ruedas de molino porque a la hora de la verdad colmó lo
que algunos intelectuales han llegado a denominar “la plaza de la
vergüenza”, del 2 de abril de 1982.
/Nacionalismo popular y nacionalismo reaccionario/
Este sector de la /intelligentsia/ suele pronunciar su condena a esa
manifestación popular genuina basándose en lo que presumen es el
carácter engañoso y reaccionario del nacionalismo. Incapaces de
discernir la diferencia que existe entre el nacionalismo de un país
opresor y el de un país oprimido, o poco propensos a ello; connotados
por el pensamiento de Marx -que fue el pensador más fecundo del siglo
XIX y que ha dejado un instrumento esencial para la decodificación de
la historia, pero que en cualquier caso fue un pensador eurocéntrico-,
tienden a exasperar esa incomprensión debido a que ellos mismos son el
producto híbrido de una deformación determinada por la balcanización y
la colonización cultural. En realidad, como lo señalara Jorge Abelardo
Ramos, para que /“esa doctrina marxista sea útil, hay que destruirla y
reutilizarla en sus elementos vivientes para hacer reconocible a la
realidad latinoamericana”/. (3)
En el siglo XX y aun más en el siglo XXI la historia discurre en torno
de la contradicción fundamental que se plantea entre países
desarrollados y países que no lo son y se encuentran impedidos de
serlo por la acción del imperialismo. Visualizar entonces el problema
nacional como un elemento básico a considerar en la lucha social no es
sino adoptar la única premisa salvadora para rescatar a las naciones
sumergidas y con ellas al mundo, en la medida que ellas componen los
tres cuartos de la población global. Este espíritu nacional no puede
prescindir del concurso del pueblo, desde luego, pues este es el único
contrafuerte que, por su carácter multitudinario, se interpone entre
la presión imperial y la acción de los cuadros políticos que pueden ir
dando forma a un proyecto liberador; ni tampoco puede prescindir de
configurar este nacionalismo en un marco que supere la fragmentación a
que se nos ha condenado en América latina para elevarse a la creación
de un bloque regional que esté en condiciones de defenderse y negociar
con el o los imperialismos que están pujando por el control de los
recursos naturales y la hegemonía político-militar.
La guerra de Malvinas supuso una inyección de realidad para la
Argentina. De pronto se pusieron de relieve las cuestiones de fondo
que debía afrontar y se desnudaron sus limitaciones para encararlas.
La cuestión, de aquí en más, consiste en aprender de lo vivido y en
prepararse para crecer en el ámbito de una conjunción iberoamericana
que, inevitablemente, terminará absorbiendo –ojala que pacíficamente-
dentro de sí misma el problema insular, a la vez que plantea una
batalla por la soberanía que deberá darse en el escenario de un mundo
donde Latinoamérica debe cobrar peso, so pena de ser sometida a una
segunda balcanización.
/Psicología de una guerra/
Malvinas es una suerte de compendio de las virtudes, los errores, las
contradicciones culturales y de clase, y los nudos de la psicología
política argentina. Es imposible resumir en unas pocas líneas la
trabazón de todos estos elementos, pero se pueden señalar al menos sus
principales directrices. Primero tenemos el problema de la soberanía,
y no sólo respecto a ese lugar de nuestra tierra. Luego aparece el de
la conciencia escindida que existe en el país respecto a este tema y
el accionar epiléptico y abundante en afirmaciones tajantes sobre él,
afirmaciones que tratan de ocultar la inseguridad de fondo que nos
aqueja a propósito de nuestra identidad, fuente de esas
contradicciones y agitaciones. Y, debajo de todo, cabe percibir la
presencia de un núcleo, instintivo pero fuerte, que existe en el seno
del país profundo respecto del sentido último de nuestro destino como
nación vinculada a la Patria Grande.
Aunque no se lo admita abiertamente, la guerra de Malvinas es, para
una buena parte de nuestra opinión ilustrada, una vergüenza. O un
episodio despreciable, promovido por un militar borracho y sostenido
por un pueblo inconsciente que llenó la Plaza de Mayo, como lo sostuvo
Beatriz Sarlo en ocasión de su visita a 6, 7 y 8. Su afirmación no fue
cuestionada por ninguno de los desconcertados panelistas allí
reunidos. Fue lógico que así fuera: los “progres” en nuestro país no
tienen respuesta ante este tipo de planteo porque en el fondo están de
acuerdo con él. Y lo están por la sencilla razón de que disciernen la
realidad en términos abstractos, sin entender que la historia es
dinámica y variable y que sus protagonistas pueden cambiar de carácter
según adónde los llevan las circunstancias. No importa que usen el
uniforme del ejército regular, que gasten barba guerrillera o que sean
impecables políticos civilistas; se trata de cómo actúan en una
coyuntura dada y de cuáles son las oportunidades que su accionar abre.
Sin por esto dejar de tener en cuenta sus antecedentes, que pueden
marcar el límite de su acción posible. Como fue el caso de los jefes
de la dictadura argentina.
Por otra parte, situaciones como la de Malvinas y la exaltación
popular producida a propósito del conflicto, dieron la ocasión, a la
legión de comunicadores que flotan sobre la masa del pueblo, para
ostentar los rasgos de oportunismo a los que su actividad los condena
en su condición de profesionales dependientes de un sueldo y de los
vaivenes de una clase dirigente donde el factor nacional casi siempre
cede el paso al poder de un sistema económico caracterizado por su
coyunda con el imperialismo. Fue así como, en el caso malvinero, los
énfasis triunfalistas y la jactancia ocuparon el lugar que debía haber
llenado una opinión crítica responsable e inspirada nacionalmente.
Cualquier aproximación imbuida de este carácter hubiera sido, sin
embargo, considerada como derrotista por los jefes de la Junta,
implacables en su vocación para equivocarse. Convocaban pero temían el
soporte popular, y suponían, ¡nada menos!, que Estados Unidos iba a
apoyarlos contra el Reino Unido…
Pero el derrotismo, en realidad, no era otro que el que surgía de la
comunión en ese triunfalismo hinchado, pues cuando este se desinfló
por obra de la derrota militar, se produjo una brusca distensión de
esa aparente voluntad guerrera y se abrió el paso al verdadero
derrotismo, el que propugnaba la “desmalvinización” de la sociedad
argentina y que fue servido en buena medida por los mismos militares y
comunicadores que antes portaban los estandartes de la victoria fácil
y descontada.
La victoria en Malvinas no podía haberse logrado de otra forma que
profundizando el proceso de liberación nacional. Ni Galtieri ni sus
semejantes podían producir tal cosa. Pero habían abierto sin querer la
puerta a esa evolución: los países de América latina fueron los únicos
en el mundo que prestaron su apoyo a la gesta. Esta constatación está
cada vez más vigente y comienza a adquirir una gravitación decisiva.
No son sólo los reclamos argentinos en ocasión del trigésimo
aniversario de la recuperación las islas los que han promovido la
histeria belicista británica de estos días, sino sobre todo los
pronunciamientos del MERCOSUR y la UNASUR en el sentido de no permitir
a los barcos que enarbolen la bandera de conveniencia de las
“Falklands” el ingreso a sus puertos. Porque Malvinas es un combate
indisociable de un destino histórico que involucra a todo el
subcontinente. A propósito de la guerra de Malvinas nuestra opinión
ilustrada ha tendido a sentirse reflejada en la ingeniosa –pero
errada- frase de Jorge Luis Borges: “es la pelea de dos calvos por un
peine”. ¿Se puede creer en serio que la más grande y costosa operación
aeronaval y terrestre perpetrada por Gran Bretaña después de la
segunda guerra mundial estuviera determinada sólo por la voluntad de
Margaret Thatcher de engatusar a la opinión británica y distraerla con
una puesta en escena imperial al viejo estilo, mientras procuraba la
reversión de las coordenadas económicas en aras del proyecto
neoliberal? ¿O bien, tan sólo por el deseo de la dictadura argentina
de escapar hacia delante para remediar su orfandad popular?
Fueron dos factores que tuvieron algo que ver con lo sucedido, por
supuesto, pero resulta trivial convertirlos en el /Deus ex machina/ de
esa guerra. En el fondo –y a perpetuidad- están las cuestiones del
potencial petrolífero de la cuenca submarina, del libre acceso a la
conexión bioceánica y a la Antártida, y de la riqueza ictícola del mar
austral. Argentina, sola, no puede sostener el reto que le plantean en
ese campo Gran Bretaña y la OTAN. Como tampoco podría hacerlo
Venezuela con su petróleo ni Brasil con la Amazonia. Es así como la
causa austral se identifica con el plan de esa Patria Grande negada o
despectivamente considerada por el sistema y sus escribas, y sus
–conscientes o inconscientes- intelectuales orgánicos.
Ahora bien, debatir Malvinas supone asimismo debatir el carácter de
quienes han de protagonizar la lucha por la liberación iberoamericana.
El pasado nos demuestra que solo las clases populares y sus pocos
organismos corporativos –como la clase obrera organizada, unas fuerzas
armadas rescatadas para un rol nacional y democrático, y la pequeña
burguesía consciente de su papel, movilizada políticamente y
capacitada para el análisis crítico- son capaces de proveer un
respaldo consistente a una empresa liberadora de gran aliento. De modo
que Malvinas es mucho más que la reivindicación de unas islas
irredentas: es la piedra de toque para una concientización que las
excede, incluyéndolas en el mapa de un gran proyecto histórico, la
unidad latinoamericana, que deberá ocupar a todo el siglo XXI.
(www.enriquelacolla.com)
Notas
(1) Paul Kennedy, The Rise and Fall of British Naval Mastery, Fontana
Press, 1991, Londres, pág. 422.
(2) Conviene señalar que esta incomprensión se extendió incluso a
figuras egregias de carácter civil: tales son los casos de Getulio
Vargas e Hipólito Irigoyen.
(3) Jorge Abelardo Ramos: Historia de la Nación Latinoamericana, pág.
417, edición del Senado de la Nación, 2006.
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